tirano, por designios de su pueblo, tuvo que ponerse bajo el mando del lacayo más longevo de entre los elegidos y convertirse por unos minutos en un simple cordero. Juan enseñó su otra cara, esa cara que ni la mayoría de los elegidos, ni los siervos que se encontraban en palacio en aquellos momentos siguiendo el protocolo de investidura, eran capaz de adivinar en su señor.
Juan les prometió unión, para juntos, pero no revueltos, lanzarse de nuevo a la aventura de dirigir los designios de su territorio durante otra legislatura. Juan daba la sensación de sentirse aliviado por una parte, pues esa trama que pensaba maquinaban contra él no existió; por otra, ofrecia la más tiernas de sus sonrisas y sus palabras estaban llenas de bondad y buenos deseos.
Su pueblo lo conocía, sabía que tras esa piel de cordero ahora incipiente, se escondía su verdadera personalidad de oso hambriento e insaciable de poder. Juan desconfiaba de los que se sentaban ahora en su mesa de palacio junto a él, como también ellos no creían las palabras que éste dijo al recibir el bastón de mando. En definitiva, todos intuían como respondería Juan ante ellos de nuevo y quizás solo él pensó en aquellos momentos, que de nuevo se había ganado el favor de sus súbditos.
La historia continuaba y ahora la incertidumbre se centraba en saber si definitivamente, Juan Trepador se había convertido en un servidor de su pueblo, como tanto y tanto le gustaba afirmar. ¿Habría sido capaz de asimilar las enseñanzas que sus siervos le habían revelado?